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Me asomo lo justo para dejar algo ...

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Nat76
Nat76
24/08/2009 19:20
Llevaba mucho tiempo sin asomar la oreja por aquí, pero hoy me han enviado un escrito de Perez Reverte, que imagino ya conoceréis, si es que no está ya en otro post... bueno si es así lamento la repetición y si no espero que os guste la mitad de lo que me ha gustado a mi.

Parejas Venecianas

Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminado por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios.
Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos, apoyado discretamente un hombro en el del compañero, en un intento de darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los ví cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una caricia.
Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto que los llevaba a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adoslescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad, para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos de asco y de soledad.
La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando apetece salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone empastillados, reinonas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la sordidez del urinario público.
A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete, en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría, de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos a la gente que por activa o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de los chicos de catorce o quince años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura.
Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos, sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos como éstos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podría argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino en lo puramente humano, se encuentra a un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno contra el otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, me pregunté cuantos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.

Biquiños
#1
nigra
nigra
25/08/2009 04:23
mmmmm el texto ya se publicó por aquí el año pasado y le gustó a todo el mundo menos a mí. Le noto un tufillo paternalista que no me gusta nada hum

Reconozco que Perez Reverte me cae fatal, seguro que la culpa es mía, que leo su texto con malos ojos diablo

Hace un par de semanas Perez Reverte publicó otro artículo parecido, precioso para algunos y paternalista discutible y para otros (para mí)


Con lengua o sin lengua

"........ Hay allí dos viejos roqueros cubiertos de tatuajes, habituales del sitio. También lumis variopintas, un negro que toca el saxo, un limpiabotas mejicano –el rey del brillo, afirma el cajón– y una librería que sigue viva y llena de gente. Frente a un semáforo en rojo se abraza una pareja. Son dos hombres jóvenes. Lo hacen con mucha naturalidad y afecto. Con ternura. Uno le pasa una mano por la nuca al otro, acariciando su cabello. No hay en ellos nada de extravagante, o escandaloso. La actitud es propia de una pareja cualquiera, heterosexual o no. Otra cosa sería –mis reflejos son viejos y automáticos, qué remedio– dos pavos metiéndose la lengua y sobándose sin recato. Eso lo estimaría tan desagradable como si lo hicieran un pavo y una pava. No por cuestiones morales, sino por simple estética. Hay momentos y lugares para cada cosa. Creo. Por eso no me agradan los que se magrean excesivamente en público, sean hombres, mujeres, pareja convencional o pareja de la Guardia Civil. Me parece una falta de consideración. Una ordinariez propia de gentuza.

Hay a mi lado un fulano que mira a la pareja con cara de desagrado y luego se vuelve hacia mí, como buscando complicidad. No dice nada, pero es evidente lo que piensa. Menudo espectáculo, etcétera. En ésas el semáforo se pone en verde, todos seguimos adelante, y me quedo con la inquietud de si el que me miró se lleva la impresión de que comparto su enfoque del asunto. Me habría gustado contarle algo personal. Un recuerdo de juventud: parque de ciudad mediterránea y pareja de dieciséis o diecisiete años, chico y chica sentados en un banco, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Y en ésas, un guarda jurado de los de antes, con bandolera de cuero y chapa dorada, parándose delante para darles la bronca por la actitud. El representante de la autoridad, o sea. El esbirro estúpido de un sistema hipócrita regido por curas que tonteaban con niñitos en el cole y por espadones de comunión diaria, casados con loros resecos que meaban agua bendita, ganándose el sucio jornal de la decencia a costa de dos chicos sentados en un banco. «A ver si tenemos posturas más decentes», fueron las palabras exactas de aquel cerdo vestido de pana marrón. Y cuando –ella, avergonzada, mantenía el rostro oculto en el hombro de él– el jovencito se encaró con el guarda diciendo que la chica estaba mareada y se apoyaba por eso, el otro, chulesco, perdonavidas, con esa insolencia que los mierdas con autoridad suelen mostrar ante los más débiles, respondió: «Pues en cuanto se espabile, largo de aquí. Y ligeritos». Y aquel muchacho, que cuarenta años después todavía recuerda aquello con impotencia y rubor, lamentó no tener edad suficiente para levantarse y, con alguna garantía de éxito, intentar romperle la cara a ese hijo de puta.

Calculo ahora, recordando, la suerte que habrían corrido entonces los dos hombres jóvenes abrazados del semáforo. La que corrieron tantos por menos de eso, a manos de representantes de la autoridad, de guardas jurados y guardias ejemplares, custodios celosos de la moral y las buenas costumbres. Cuánto sufrimiento y cuánta amargura irreparables. Cuánta injusticia. Por eso merece la pena lo ganado desde entonces, a cambio de otras cosas, buenas o malas, que se quedaron en el camino. Con miserables como el del parque dedicados hoy –por desgracia, nunca faltarán voluntarios para delatar o reprimir a otros– a menesteres menos evidentes y grotescos. Así que, concluyo, bendito sea este Madrid donde pueden abrazarse dos jóvenes en la calle sin que un sicario a sueldo del obispo o el comisario de turno los importune con su vileza insolente. Puestos a elegir entre esto y aquello, incluso violentando las buenas maneras, prefiero verlos meterse la lengua. Hasta dentro.