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Foro Los Tudor

Fiesta de Muerte en la Corte de Enrique VIII

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AntojeP
AntojeP
15/04/2012 01:29
Encontré este texto del periodista Miguel Ángel Malavia que sencillamente me encantó:

Los cuervos, que pueblan el cielo de la Torre de Londres, gritan “libertad, libertad, libertad”. En medio de la diáfana y lúgubre estancia, Enrique VIII permanece sentado en un trono dorado. No destaca por ser barbado y obeso, sino por su mirada glacial. Tras él, Jane Seymour, la última puta coronada antes de ser la nueva reina de Inglaterra (y ya van tres...), sopla la nuca del dios omnipotente. Un chasquido de los dedos del Tudor inicia el ritual de una fiesta de muerte. Ana Bolena, a escasas horas de serle cortada la cabeza, aparece desnuda. Su misión es quedarse completamente parada en el centro de un círculo imaginario. No puede moverse ni cerrar los ojos. También le está vedado sentir.

Así, no gira su cabeza cuando se abre la puerta y desfilan ante el rey y su puta los bufones “invitados”. Sale la primera ronda, la de los católicos: Tomás Moro y John Fisher, los mártires de la coherencia hasta el fin, pasean sus cabezas sin sonrisa. A continuación, dos beduinos representan ser Clemente VII y Carlos V. La farsa consiste en que el Papa y el emperador se besan apasionadamente, camino del altar que sellará su matrimonio. Lleva la cola de la novia (¿?) un antillano que hace de Francisco I, el cristianísimo rey gabacho que se entendía con los turcos. Lloran tras ellos Catalina de Aragón y el cardenal Wolsey. La verdadera reina muestra el luto de su ser con el corazón ennegrecido sostenido en sus manos. Por contra, el eclesiástico corrupto lamenta ahora su colaboración con la locura.

Mientras esto ocurre, los tomases, Cromwell y Cranmer, permanecen acurrucados en la más oscura de las esquinas. También ellos, como el discípulo de Cristo, quisieron ver antes de creer. Lo malo es que una vez que vieron ya eran tomados por creyentes. Así, los constructores de la Iglesia Anglicana fueron más allá de las expropiaciones de las cosas de los monjes; casi sin darse cuenta, ya justificaban y ejecutaban las órdenes del soberano impetuoso y voluble. Tenían miedo. Habían arrancado las confesiones que condenaban a la Bolena. Sabían que mañana les tocaría a ellos. Temblaban.

Entonces llegó la hora de los condenados: los “amantes” de la reina, encabezados por su hermano Jorge, clamaban imitando el lamento de los cuervos, que ahora pedían “justicia, justicia, justicia”. No hubo compasión. Un nuevo chasquido regio de dedos y ya todos carecían de cabeza. Olía a sangre. El patriarca Bolena, salvado el culo, acariciaba sonriente su cuello. Culminada ya la tragedia, sólo quedaba el colofón final: María e Isabel, las infantas bastardas, eran obligadas a ejecutar la danza del luto celebrado. Ambas serían reinas, pero entonces sólo eran un estorbo, el peso de una duda sin conciencia. El espectro de Catalina animaba a su hija a devolver Londres a la fe de la única y verdadera Iglesia; María apretaba los dientes, siendo su rictus el de la misión a ejecutar. Ana Bolena, castigada sin poder actuar, miraba suplicante al ser de sus entrañas; Isabel supo en ese instante que jamás se casaría: su cabellera rojiza sería única corona para una Inglaterra evangélica, “libre del báculo papal”.

Fue en el segundo en que paró la música que animaba a la danza entre las hijas enfrentadas, cuando todo se desencadenó: tras un tic-tac de silencio, Enrique se levantó y lanzó su dedo acusador contra su mujer: “Puta”, le lanzó, mientras él llevaba la bragueta abierta. Sin lágrimas, Ana Bolena cumplió su promesa de no responder. Ni siquiera cuando una larga espada dejó su estrecho cuello sin cabeza a la que sostener.

El silencio de los cuervos compungidos puso punto y final a la macabra fiesta. Habían de ponerse guapos. Dentro de once días tenían celebración de boda. Jane Seymour dejaría de ser puta para ser reina.