Foro El secreto de Puente Viejo
Ojalá fuera cierto...
#0

29/06/2011 00:38
Bueno, pues aquí voy a ir colgando y recopilando mis guiones alternativos, espero que la inspiración me dure tiempo!
Vídeos FormulaTV
#441

29/08/2011 18:46
ya no tendo palabras para describir tu historia arte
maginfica
espero que sigas así mucho tiempo
maginfica

#442

30/08/2011 02:30
Tenía los pies cansados, la cabeza le iba a estallar e intuía que estaba pillando un buen resfriado, pero aún así, Emilia nunca desatendía el negocio. Quizá fuese un poco más lenta a la hora de llevarle los mandados a los parroquianos, pero nadie podía negarse. Además, ahora tenía a su padre que cuando no estaba en la luna, le echaba una buena mano. Emilia pasaba la escoba mientras pensaba en Mariana. Ojalá no le pasara nada malo. Si la muchacha moría, ella lo pasaría fatal, pues le tenía mucho aprecio, pero lo mal que lo pasaría Ramiro si le pasara algo a Mariana... ella sabía que no lograría superarlo en años.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se percató de que Luis le pedía un poco de caldo. Finalmente tuvo que ser Raimundo el que bajara de la luna para servirle el tazón de caldo de ave a Luís.
Raimundo: Emilia, hija, que estás alelá. ¿Se puede saber qué te pasa?
Emilia: Pues qué me va a pasar, padre, Mariana. No sabemos nada de ella desde hace varias horas.
Raimundo: Eso es buena señal, hija. ¿O acaso no sabes que las malas noticias vuelan?
Emilia: Lo sé, padre. Bueno, ¿y a usted qué le pasa?
Raimundo: ¿A mí? ¿Por qué ha de pasarme algo?
Emilia: Padre, que le conozco como si le hubiera parido, así que desembuche. ¿Es por Sebastián o por Francisca?
Raimundo: Por Francisca.
Emilia: ¿Qué le ha hecho esa bruja?
Raimundo: Nada, muchacha. Es que me he propuesto reeducarla y no es tarea fácil.
Emilia: Padre, ¿ha dicho reeducarla?
Raimundo: Eso mismo he dicho, reeducarla. Mi intención es que sea más amable con Pepa, que la trata con la punta del pie, y eso no lo pienso consentir.
Emilia: Diga usted que sí, padre.
En ese momento Ramiro entró por la puerta como una exhalación, cogió a Emilia por la cintura y le besó. Estaba eufórico, eso nadie podía negarlo.
Emilia: (riendo ante tal ataque de efusividad por parte de su marido) ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Es por Mariana?
Ramiro: Sí, mi hermana ha vuelto en sí. El galeno dice que sigue grave, pero que ya no está en estado crítico. Lo bueno es que tanto él como Pepa tienen esperanzas en que en un mes más o menos
tengamos a la Mariana de siempre.
Emilia: Me alegro mucho, cielo. ¿Y dónde está ella? ¿Puedo ir a verla?
Ramiro: Doña Francisca ha insistido en que se quede en la casona. Dice que allí estará mejor atendida. La verdad es que me extraña ese gesto tan noble por parte de la doña, pero esta mujer no da puntada sin hilo, así que seguro que quiere tenerla cerca para que cuando se recupere vuelva a la faena.
Emilia: (riendo ante la ocurrencia de su marido) No te voy a negar que ese gesto, viniendo de la doña, es cuanto menos curioso, pero las personas cambian. ¿Verdad, padre? (dijo guiñándole un ojo, cómplice)
Raimundo: Hija, no es que las personas cambien o no, es que hay determinadas personas que tienen la capacidad de cambiar y las hay que carecen de esa capacidad. Bueno, zagales, la edad no perdona y mis maltrechos huesos necesitan caer en el catre. Cerrad vosotros, por favor.
Ramiro: No se preocupe, suegro. Buenas noches y que descanse.
El anciano tabernero, que ya estaba de espaldas, levantó la mano en señal de agradecimiento mientras seguía caminando por el pasillo.
Continuará...
Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se percató de que Luis le pedía un poco de caldo. Finalmente tuvo que ser Raimundo el que bajara de la luna para servirle el tazón de caldo de ave a Luís.
Raimundo: Emilia, hija, que estás alelá. ¿Se puede saber qué te pasa?
Emilia: Pues qué me va a pasar, padre, Mariana. No sabemos nada de ella desde hace varias horas.
Raimundo: Eso es buena señal, hija. ¿O acaso no sabes que las malas noticias vuelan?
Emilia: Lo sé, padre. Bueno, ¿y a usted qué le pasa?
Raimundo: ¿A mí? ¿Por qué ha de pasarme algo?
Emilia: Padre, que le conozco como si le hubiera parido, así que desembuche. ¿Es por Sebastián o por Francisca?
Raimundo: Por Francisca.
Emilia: ¿Qué le ha hecho esa bruja?
Raimundo: Nada, muchacha. Es que me he propuesto reeducarla y no es tarea fácil.
Emilia: Padre, ¿ha dicho reeducarla?
Raimundo: Eso mismo he dicho, reeducarla. Mi intención es que sea más amable con Pepa, que la trata con la punta del pie, y eso no lo pienso consentir.
Emilia: Diga usted que sí, padre.
En ese momento Ramiro entró por la puerta como una exhalación, cogió a Emilia por la cintura y le besó. Estaba eufórico, eso nadie podía negarlo.
Emilia: (riendo ante tal ataque de efusividad por parte de su marido) ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Es por Mariana?
Ramiro: Sí, mi hermana ha vuelto en sí. El galeno dice que sigue grave, pero que ya no está en estado crítico. Lo bueno es que tanto él como Pepa tienen esperanzas en que en un mes más o menos
tengamos a la Mariana de siempre.
Emilia: Me alegro mucho, cielo. ¿Y dónde está ella? ¿Puedo ir a verla?
Ramiro: Doña Francisca ha insistido en que se quede en la casona. Dice que allí estará mejor atendida. La verdad es que me extraña ese gesto tan noble por parte de la doña, pero esta mujer no da puntada sin hilo, así que seguro que quiere tenerla cerca para que cuando se recupere vuelva a la faena.
Emilia: (riendo ante la ocurrencia de su marido) No te voy a negar que ese gesto, viniendo de la doña, es cuanto menos curioso, pero las personas cambian. ¿Verdad, padre? (dijo guiñándole un ojo, cómplice)
Raimundo: Hija, no es que las personas cambien o no, es que hay determinadas personas que tienen la capacidad de cambiar y las hay que carecen de esa capacidad. Bueno, zagales, la edad no perdona y mis maltrechos huesos necesitan caer en el catre. Cerrad vosotros, por favor.
Ramiro: No se preocupe, suegro. Buenas noches y que descanse.
El anciano tabernero, que ya estaba de espaldas, levantó la mano en señal de agradecimiento mientras seguía caminando por el pasillo.
Continuará...
#443

30/08/2011 12:56
Y qué puedo decirte que no te haya dicho Arte,que eres una artista,que me encanta tu historia,que escribes maravillas,que me emociono con tan solo leer una palabra tuya,que no haya día que no espere con ansia otra parte de esta maravillosa historia,que eres un gran ejemplo a seguir para mí ,que te aprecio mucho y que eres MARAVILLOSA:)
Todas estas palabras ya te las he dicho,pero todas y cada una de ellas son ciertas y salen desde lo más hondo de mi corazón.
Continúa cuando puedas CAMPEONA y ojalá nos deleites durante mucho tiempo con tus fantásticos relatos.
Un beso muy fuerte ;)
Todas estas palabras ya te las he dicho,pero todas y cada una de ellas son ciertas y salen desde lo más hondo de mi corazón.
Continúa cuando puedas CAMPEONA y ojalá nos deleites durante mucho tiempo con tus fantásticos relatos.
Un beso muy fuerte ;)
#444

30/08/2011 14:26
Gracias, guapísima! Un besazo muy fuerte para ti también.
******************************************
Los parroquianos más rezagados ya abandonaban el local, dejando solos a Emilia y a Ramiro, que se afanaban por dejar el local impoluto para el día siguiente. Aunque faenaban por irse pronto a su dormitorio, siempre tenían tiempo para una mirada cómplice o para un rato de cháchara.
Ramiro: ¿Sabes qué, mi amor? Ya mismo será octubre.
Emilia: Sí, ya me había fijado, las noches son cada vez más frías. ¿Por qué lo dices?
Ramiro: Pues porque el día cuatro de octubre será el santo de la doña, y créeme, jamás pensé que diría tal cosa, pero me gustaría hacerle un regalo. A fin de cuenta es ella la que se ha empeñado en pagarle sus servicios al galeno, y ha ofrecido una habitación de su casa para que mi hermana se recupere. Nunca se había portado así de bien...
Emilia: ¿Y qué le piensas regalar a una señorona que siempre consigue lo que se propone?
Ramiro: Pues ahora que lo dices, no se me ocurre nada. Quizá un libro de poesías. Había pensado en Soledades, de Antonio Machado. Se ha publicado hace poco, así que supongo que no lo tendrá.
Emilia: Puede ser una buena idea, a ver si con la poesía se le termina de endulzar el carácter.
Ramiro: Antes de que eso pase, se abre el cielo y vienen los jinetes del Apocalipsis -dijo riendo mientras se acercaba a su mujer con mirada lasciva, que estaba terminando de barrer- Bueno, esto ya está, ¿te queda mucho, preciosa?
Emilia: No, esto ya casi está.
Ramiro: Tranquila, que yo te ayudo -dijo el joven mientras besaba el delicado cuello de su mujer y le arrebataba la escoba- Además, tienes cara de cansada. Ven, siéntate aquí y descálzate, que ya verás lo bien que te quedas, ahora vengo.
Emilia: ¿Pero cómo me voy a descalzar aquí? ¿Dónde vas? ¡Ramiro!
Al cabo de unos minutos Ramiro llegaba con una palangana con agua caliente, sal de mesa y un frasco de alcohol de romero. Lo puso a los pies de Emilia y la conminó a que sumergiera los pies en el agua. Él se hizo con otro taburete y se dedicó a darle friegas de alcohol de romero en los hinchados pies de su mujer, quien agradecía el masaje con pequeños gemidos de placer. Para ella no era nada sexual, pero aquello despertó el instinto de Ramiro, que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para seguir con el masaje.
Tal era la excitación de Ramiro que sus manos ya no masajeaban los pies, sino que subían peligrosamente por las piernas de su mujer, que seguía en las nubes. Se enjuagó las manos para eliminar cualquier resto de alcohol y sus manos se perdieron por las enaguas hasta alcanzar la entrepierna de Emilia, a la que el cansancio y el dolor de pies se le había olvidado por completo, tanto que se apresuró en desabrochar la camisa de su marido.
La pasión los apresó, haciéndoles perder la cabeza y el decoro, pero haciéndoles inmensamente felices...
******************************************
Los parroquianos más rezagados ya abandonaban el local, dejando solos a Emilia y a Ramiro, que se afanaban por dejar el local impoluto para el día siguiente. Aunque faenaban por irse pronto a su dormitorio, siempre tenían tiempo para una mirada cómplice o para un rato de cháchara.
Ramiro: ¿Sabes qué, mi amor? Ya mismo será octubre.
Emilia: Sí, ya me había fijado, las noches son cada vez más frías. ¿Por qué lo dices?
Ramiro: Pues porque el día cuatro de octubre será el santo de la doña, y créeme, jamás pensé que diría tal cosa, pero me gustaría hacerle un regalo. A fin de cuenta es ella la que se ha empeñado en pagarle sus servicios al galeno, y ha ofrecido una habitación de su casa para que mi hermana se recupere. Nunca se había portado así de bien...
Emilia: ¿Y qué le piensas regalar a una señorona que siempre consigue lo que se propone?
Ramiro: Pues ahora que lo dices, no se me ocurre nada. Quizá un libro de poesías. Había pensado en Soledades, de Antonio Machado. Se ha publicado hace poco, así que supongo que no lo tendrá.
Emilia: Puede ser una buena idea, a ver si con la poesía se le termina de endulzar el carácter.
Ramiro: Antes de que eso pase, se abre el cielo y vienen los jinetes del Apocalipsis -dijo riendo mientras se acercaba a su mujer con mirada lasciva, que estaba terminando de barrer- Bueno, esto ya está, ¿te queda mucho, preciosa?
Emilia: No, esto ya casi está.
Ramiro: Tranquila, que yo te ayudo -dijo el joven mientras besaba el delicado cuello de su mujer y le arrebataba la escoba- Además, tienes cara de cansada. Ven, siéntate aquí y descálzate, que ya verás lo bien que te quedas, ahora vengo.
Emilia: ¿Pero cómo me voy a descalzar aquí? ¿Dónde vas? ¡Ramiro!
Al cabo de unos minutos Ramiro llegaba con una palangana con agua caliente, sal de mesa y un frasco de alcohol de romero. Lo puso a los pies de Emilia y la conminó a que sumergiera los pies en el agua. Él se hizo con otro taburete y se dedicó a darle friegas de alcohol de romero en los hinchados pies de su mujer, quien agradecía el masaje con pequeños gemidos de placer. Para ella no era nada sexual, pero aquello despertó el instinto de Ramiro, que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para seguir con el masaje.
Tal era la excitación de Ramiro que sus manos ya no masajeaban los pies, sino que subían peligrosamente por las piernas de su mujer, que seguía en las nubes. Se enjuagó las manos para eliminar cualquier resto de alcohol y sus manos se perdieron por las enaguas hasta alcanzar la entrepierna de Emilia, a la que el cansancio y el dolor de pies se le había olvidado por completo, tanto que se apresuró en desabrochar la camisa de su marido.
La pasión los apresó, haciéndoles perder la cabeza y el decoro, pero haciéndoles inmensamente felices...
#445

30/08/2011 14:37
me encanta arte deberás si tu fuerás la guionista ya te hubieran mas de un premio 
continua cuando puedas me encanta
un beso

continua cuando puedas me encanta

un beso
#446

30/08/2011 16:35
Ayyyyyy Arte,ARTISTAZA!!!!!!!!!!!
Solo tú sabes como llevarme al cielo con tu historia.Es preciosa,perfecta,MARAVILLOSA!!!tanto que ya no me quedan palabras para ella.Solamente te diré que eres una auténtica ARTISTA y que espero que pronto nos regales otro de tus fantásticos relatos.
Muchas gracias por todo y un beso muy fuerte :)
Solo tú sabes como llevarme al cielo con tu historia.Es preciosa,perfecta,MARAVILLOSA!!!tanto que ya no me quedan palabras para ella.Solamente te diré que eres una auténtica ARTISTA y que espero que pronto nos regales otro de tus fantásticos relatos.
Muchas gracias por todo y un beso muy fuerte :)
#447

30/08/2011 17:01
preciosa segueix així

#448

31/08/2011 01:06
Que fantástica historia la tuya Arte. Aunque como ya han mencionado en Puente Viejo alguna vez... "hasta las rosas más bellas tienen espinas", y tus escritos, al igual que la más bella rosa también las tienen. Sabes por qué? Porque cada vez que termino de leerte necesito más y más!! jajajaja De verdad que es un placer leer algo tan bonito después de ver tanta amargura cada día. Sigue así Arte. Un beso!!!

#449

31/08/2011 01:50
Me alegro de que os guste!!
Vamos con la siguiente parte!!
*****************************************************************************
Don Julio se encontraba bien en casa de su hija, pero le incomodaba la presencia de Francisca Montenegro. No es que le temiese, a fin de cuentas, él era un noble y ella una plebeya con ínfulas, pero si cinismo, si al principio le pareció gracioso, ahora le aburría. No veía a una buena persona que abusa de la ironía, sino a una mujer con malas ideas que abusaba del sarcasmo, y se dijo para sus adentros que el tabernero tenía el cielo ganado. Por aquel día no aguantó más y prefirió ir al pueblo dando un paseo. El galeno no para de repetirle que un paseo diario de, al menos, media hora, le vendría de perlas, así que con esa excusa se libraba todos los días de doña Francisca.
Absorto como estaba en sus pensamientos, llegó al pueblo y entonces la vio. Estaba de espaldas, llenando una cántara con el agua de la fuente mientras tarareaba una canción. Quizá fuese por eso, o por el ruido del agua, pero no se percató de la presencia del noble hasta que le tuvo, literalmente, en el cogote.
Don Julio: No pasan los años por ti, rubia.
La aludida se giró asustada, mojando el traje de su interlocutor.
Teo: ¡La madre que te... Don julio... -los colores subieron a su cara en cuanto se dio cuenta de que estaba hablando con un noble- Disculpe, pensaba que era un chiquillo que quería gastarme una chanza.
Don Julio: (riendo) No pasa nada, mi querida Teófila. ¿Cómo te encuentras?
Teo: No me puedo quejar. He conseguido trabajo no muy lejos de aquí, así que de momento voy tirando. ¿Y usted, cómo se encuentra?
Don Julio: Mal. Mientras me sigas tratando de usted, voy a seguir estando mal.
Teo: Pues cuánto lo lamento, señor conde, porque pienso seguir llamándole de usted. Aunque ya no trabaje para usted, no me parece apropiado tutearle.
Don Julio: Y a mí, lo que no me parece apropiado es que sigas tratando de usted a un viejo amigo. Fíjate si seré viejo, que ya va para veinticinco años que nos conocemos. Qué tiempos, ¿verdad, Teófila?
Teo: Sí, lo pasábamos bien.
Don Julio: ¿Te acuerdas de aquellas tardes, en las que tú, Candela, mi hermana Flora y yo íbamos al río que pasaba detrás de la ermita abandonada?
Teo: Claro que me acuerdo, don Julio. Si la primera vez que fuimos su hermana de usted casi de desnuca por subir a un árbol. Por cierto, ¿cómo está doña Flora?
Don Julio: No sé nada de ella desde hace años... Ay, Teófila, no sabes las ganas que tengo de volver a abrazarla y decirle lo mucho que la quiero.
Teo: No se preocupe usted, que su hermana aparece cuando menos se lo espera uno.
Don Julio: Esa es mi hermana. Por cierto, ¿qué haces por aquí?
Teo: Hoy es mi día libre, y había decidido venir a Puente Viejo a despejarme un poco. Entre usted y yo, mi ama es insoportable. Además, de vez en cuando me gusta pasarme por esta parroquia, aquí tengo a mi párroco de siempre.
Don Julio: Don Anselmo, ¿no es así? Un buen hombre, sin duda. Teófila, me has dicho que es tu día libre, ¿verdad?
Teo: Sí señor.
Don Julio: ¿Te apetece pasar un poco de tiempo con este viejo tomando un piscolabis o dando un paseo?
Teo: Siempre es un placer, Don Julio.
Don Julio: Como no me tutees ahora mismo, me enfado.
Teo: Bueno, como quiera. Como quieras, quiero decir. ¿Has probado el chocolate caliente que hace Emilia Ulloa?
Don Julio: No, a decir verdad sólo he probado el de Rosario, y si te soy sincero, es el mejor que he probado en toda mi vida.
Teo: Pues cuando pruebe el de Emilia, no va a echar de menos el de Rosario.
La singular pareja entró a la casa de comidas, donde un dicharachero Ramiro les atendió.
Ramiro: Buenas tardes. ¿Qué les pongo?
Teo: Un par de chocolates de los que hace tu esposa.
Ramiro: Marchando. ¿Alguna cosita más? ¿Churros o picatostes para acompañar?
Don Julio: Si el galeno me oyese, me reñiría como a un zagal, pero qué demonios, me voy a dar el capricho. Churros para los dos.
Ramiro: Como usted mande, Don Julio, pero creo que usted no sabe el carácter que se gasta el galeno, ahí donde le ve, cuando se enfada deja sin habla a la Montenegro.
Don Julio: No exageres, zagal, que eso son palabras mayores. Por cierto, ¿dónde anda tu suegro?
Ramiro: Marchó hace un buen rato, pero no sé bien a dónde iría. Supongo que a la casona. Bueno, voy a por esos chocolates.
La tarde pasó entre recuerdos, algunos buenos, otros malos, otros regulares, pero recuerdos en común, a fin de cuentas. Hablaron de Candelaria, de Pepa, evitaron hablar de los Castro y de otras muchas cosas que es mejor dejar en rincón de las cosas por decir.
En una ocasión, Teófila se manchó la boca con chocolate, lo que provocó en el conde el instinto de limpiarle la comisura de los labios con sus dedos. Casi instintivamente colocó su mano derecha en la mejilla izquierda de su amiga mientras que con el pulgar intentaba limpiar la mancha, aunque el resultado final no fuera el esperado.
Entonces, a Teófila se le aceleró el corazón de una manera extraña... y disimuladamente se apartó. ¿Qué diría la gente si les vieran de aquella guisa? ¿Qué podrían pensar si les vieran pelar la pava, a sus años?
Teo: Bueno, Don Julio, yo he de irme ya, no quiero que se me haga de noche por estos caminos. Ha sido un placer, ya nos veremos. Buenas tardes.
Antes de que nadie de los allí presentes pudiera darse cuenta, Teófila ya había salido del local como alma que lleva el diablo...
Vamos con la siguiente parte!!
*****************************************************************************
Don Julio se encontraba bien en casa de su hija, pero le incomodaba la presencia de Francisca Montenegro. No es que le temiese, a fin de cuentas, él era un noble y ella una plebeya con ínfulas, pero si cinismo, si al principio le pareció gracioso, ahora le aburría. No veía a una buena persona que abusa de la ironía, sino a una mujer con malas ideas que abusaba del sarcasmo, y se dijo para sus adentros que el tabernero tenía el cielo ganado. Por aquel día no aguantó más y prefirió ir al pueblo dando un paseo. El galeno no para de repetirle que un paseo diario de, al menos, media hora, le vendría de perlas, así que con esa excusa se libraba todos los días de doña Francisca.
Absorto como estaba en sus pensamientos, llegó al pueblo y entonces la vio. Estaba de espaldas, llenando una cántara con el agua de la fuente mientras tarareaba una canción. Quizá fuese por eso, o por el ruido del agua, pero no se percató de la presencia del noble hasta que le tuvo, literalmente, en el cogote.
Don Julio: No pasan los años por ti, rubia.
La aludida se giró asustada, mojando el traje de su interlocutor.
Teo: ¡La madre que te... Don julio... -los colores subieron a su cara en cuanto se dio cuenta de que estaba hablando con un noble- Disculpe, pensaba que era un chiquillo que quería gastarme una chanza.
Don Julio: (riendo) No pasa nada, mi querida Teófila. ¿Cómo te encuentras?
Teo: No me puedo quejar. He conseguido trabajo no muy lejos de aquí, así que de momento voy tirando. ¿Y usted, cómo se encuentra?
Don Julio: Mal. Mientras me sigas tratando de usted, voy a seguir estando mal.
Teo: Pues cuánto lo lamento, señor conde, porque pienso seguir llamándole de usted. Aunque ya no trabaje para usted, no me parece apropiado tutearle.
Don Julio: Y a mí, lo que no me parece apropiado es que sigas tratando de usted a un viejo amigo. Fíjate si seré viejo, que ya va para veinticinco años que nos conocemos. Qué tiempos, ¿verdad, Teófila?
Teo: Sí, lo pasábamos bien.
Don Julio: ¿Te acuerdas de aquellas tardes, en las que tú, Candela, mi hermana Flora y yo íbamos al río que pasaba detrás de la ermita abandonada?
Teo: Claro que me acuerdo, don Julio. Si la primera vez que fuimos su hermana de usted casi de desnuca por subir a un árbol. Por cierto, ¿cómo está doña Flora?
Don Julio: No sé nada de ella desde hace años... Ay, Teófila, no sabes las ganas que tengo de volver a abrazarla y decirle lo mucho que la quiero.
Teo: No se preocupe usted, que su hermana aparece cuando menos se lo espera uno.
Don Julio: Esa es mi hermana. Por cierto, ¿qué haces por aquí?
Teo: Hoy es mi día libre, y había decidido venir a Puente Viejo a despejarme un poco. Entre usted y yo, mi ama es insoportable. Además, de vez en cuando me gusta pasarme por esta parroquia, aquí tengo a mi párroco de siempre.
Don Julio: Don Anselmo, ¿no es así? Un buen hombre, sin duda. Teófila, me has dicho que es tu día libre, ¿verdad?
Teo: Sí señor.
Don Julio: ¿Te apetece pasar un poco de tiempo con este viejo tomando un piscolabis o dando un paseo?
Teo: Siempre es un placer, Don Julio.
Don Julio: Como no me tutees ahora mismo, me enfado.
Teo: Bueno, como quiera. Como quieras, quiero decir. ¿Has probado el chocolate caliente que hace Emilia Ulloa?
Don Julio: No, a decir verdad sólo he probado el de Rosario, y si te soy sincero, es el mejor que he probado en toda mi vida.
Teo: Pues cuando pruebe el de Emilia, no va a echar de menos el de Rosario.
La singular pareja entró a la casa de comidas, donde un dicharachero Ramiro les atendió.
Ramiro: Buenas tardes. ¿Qué les pongo?
Teo: Un par de chocolates de los que hace tu esposa.
Ramiro: Marchando. ¿Alguna cosita más? ¿Churros o picatostes para acompañar?
Don Julio: Si el galeno me oyese, me reñiría como a un zagal, pero qué demonios, me voy a dar el capricho. Churros para los dos.
Ramiro: Como usted mande, Don Julio, pero creo que usted no sabe el carácter que se gasta el galeno, ahí donde le ve, cuando se enfada deja sin habla a la Montenegro.
Don Julio: No exageres, zagal, que eso son palabras mayores. Por cierto, ¿dónde anda tu suegro?
Ramiro: Marchó hace un buen rato, pero no sé bien a dónde iría. Supongo que a la casona. Bueno, voy a por esos chocolates.
La tarde pasó entre recuerdos, algunos buenos, otros malos, otros regulares, pero recuerdos en común, a fin de cuentas. Hablaron de Candelaria, de Pepa, evitaron hablar de los Castro y de otras muchas cosas que es mejor dejar en rincón de las cosas por decir.
En una ocasión, Teófila se manchó la boca con chocolate, lo que provocó en el conde el instinto de limpiarle la comisura de los labios con sus dedos. Casi instintivamente colocó su mano derecha en la mejilla izquierda de su amiga mientras que con el pulgar intentaba limpiar la mancha, aunque el resultado final no fuera el esperado.
Entonces, a Teófila se le aceleró el corazón de una manera extraña... y disimuladamente se apartó. ¿Qué diría la gente si les vieran de aquella guisa? ¿Qué podrían pensar si les vieran pelar la pava, a sus años?
Teo: Bueno, Don Julio, yo he de irme ya, no quiero que se me haga de noche por estos caminos. Ha sido un placer, ya nos veremos. Buenas tardes.
Antes de que nadie de los allí presentes pudiera darse cuenta, Teófila ya había salido del local como alma que lleva el diablo...
#450

31/08/2011 11:04
que bonito me encanta sigue cuando puedas artista 
me encanta

me encanta







#451

31/08/2011 17:20
Gracias, viliga!
**************************************************
La cara de don Julio era todo un poema, hacía dos minutos que tanto él como su amiga se lo estaban pasando bien, riendo, recordando y tomando chocolate con churros, y ahora, apenas dos minutos después, Teo ya no estaba. ¿Podía explicarle alguien, por favor, qué diablos le había pasado a la vieja partera? Terminó de saborear el chocolate, pagó dejando una generosa propina y emprendió el camino a la casona reconcomiéndose por la actitud de Teófila.
Cuando una media hora más tarde llegó a la casona, comprobó con alegría que Mariana estaba ya más repuesta. Le caía bien esa muchacha; era bonita, dulce y siempre tenía una palabra amable, hasta para su consuegra, que ya era decir. Seguía pálida y más delgada de lo normal, pero las fiebres habían desaparecido, y aunque sus señores le tenían prohibido cualquier cosa que no fuera descansar y recuperarse, ella se empeñaba en recuperar los días perdidos.
Don Julio se encontró con su hija en el salón, que jugaba con Candela.
Don Julio: Tengo una duda, hija. No sé quién me parece más bonita, si la madre o la hija.
Pepa: Pero mire que es usted zalamero.
Don Julio: Sincero, que no es lo mismo. Por cierto, ¿sabes a quién he visto hoy? A Teófila, la amiga de tu madre.
Pepa: ¿Y cómo se encuentra?
Don Julio: Pues más vieja que la última vez que la vi, pero igual de guapa. Y de rara.
Pepa: ¿Rara? Es cierto que tiene un carácter un tanto... especial, pero no es rara.
Don Julio: Mujer, que me ha dejado con la palabra en la boca y yo todavía no sé ni por qué.
Pepa: Parece mentira que a estas alturas no sepa como es la buena de Teófila. A ella, cuando le da la vená y se acuerda de algo importante, sale corriendo. Ya sabe usted lo apretada que es ella. Y ande, coja a su nieta, que tengo que ir a ver cómo marcha el embarazo de Soledad.
Don Julio: ¿Cuánto le queda de embarazo a esa chiquilla?
Pepa: De chiquilla nada, que este es el segundo embarazo. Y me barrunto que para dentro de dos semanas a lo sumo esta criatura estará entre nosotros.
Cuando Pepa llegó a la habitación de Juan y Soledad vio a una Soledad feliz, tejiendo unos patucos para su pequeño. Es cierto que podría utilizar los de Marianita, pero así al menos se entretenía.
Pepa: ¿Se puede? -dijo la partera, apoyada en el quicio de la puerta.
Soledad: Claro, Pepa, pasa.
Pepa: ¿Cómo te encuentras?
Soledad: Cansada, este barrigón va a poder conmigo, menos mal que queda poquito tiempo.
Pepa: Anda, vamos a la cama y levántate las enaguas.
Tras tocarle la tripa y examinarla, la expresión de Pepa era un poema.
Soledad: ¿Qué pasa, Pepa? ¿A qué viene esa cara?
Pepa: A que antes de dos semanas ya serás madre por segunda vez. La barriga está mucho más bajo que esta mañana, así que no me extrañaría nada que en apenas unos días hayas dado a luz.
Soledad: ¿Pero cómo? me dijiste que me quedaban dos semanas...
Pepa: Sí, pero porque me baso en la última vez que sangraste y en la noche de la concepción, tú ya me entiendes, y si vuestra actividad es muy frecuente... pues es posible que no te acordases bien de qué noche fue, y esto puede variar hasta en una semana y media.
Soledad: ¿Estás segura?
Pepa: Dejaré de ser Pepa si yerro en mi diagnóstico. Tú por si acaso termina los patucos cuanto antes. Y bueno, dime, ¿cómo le vas a llamar?
Soledad: No lo tengo muy claro, la verdad. Si es niño me gustaría que se llamase Alejandro como mi abuelo o Diego, que es un nombre que siempre me ha gustado. Y si fuese niña... ese es el que tengo más dudas. Puede que Rosario o Alba, que son nombres que siempre me han gustado. ¿Qué te parecen a ti?
Continuará...
**************************************************
La cara de don Julio era todo un poema, hacía dos minutos que tanto él como su amiga se lo estaban pasando bien, riendo, recordando y tomando chocolate con churros, y ahora, apenas dos minutos después, Teo ya no estaba. ¿Podía explicarle alguien, por favor, qué diablos le había pasado a la vieja partera? Terminó de saborear el chocolate, pagó dejando una generosa propina y emprendió el camino a la casona reconcomiéndose por la actitud de Teófila.
Cuando una media hora más tarde llegó a la casona, comprobó con alegría que Mariana estaba ya más repuesta. Le caía bien esa muchacha; era bonita, dulce y siempre tenía una palabra amable, hasta para su consuegra, que ya era decir. Seguía pálida y más delgada de lo normal, pero las fiebres habían desaparecido, y aunque sus señores le tenían prohibido cualquier cosa que no fuera descansar y recuperarse, ella se empeñaba en recuperar los días perdidos.
Don Julio se encontró con su hija en el salón, que jugaba con Candela.
Don Julio: Tengo una duda, hija. No sé quién me parece más bonita, si la madre o la hija.
Pepa: Pero mire que es usted zalamero.
Don Julio: Sincero, que no es lo mismo. Por cierto, ¿sabes a quién he visto hoy? A Teófila, la amiga de tu madre.
Pepa: ¿Y cómo se encuentra?
Don Julio: Pues más vieja que la última vez que la vi, pero igual de guapa. Y de rara.
Pepa: ¿Rara? Es cierto que tiene un carácter un tanto... especial, pero no es rara.
Don Julio: Mujer, que me ha dejado con la palabra en la boca y yo todavía no sé ni por qué.
Pepa: Parece mentira que a estas alturas no sepa como es la buena de Teófila. A ella, cuando le da la vená y se acuerda de algo importante, sale corriendo. Ya sabe usted lo apretada que es ella. Y ande, coja a su nieta, que tengo que ir a ver cómo marcha el embarazo de Soledad.
Don Julio: ¿Cuánto le queda de embarazo a esa chiquilla?
Pepa: De chiquilla nada, que este es el segundo embarazo. Y me barrunto que para dentro de dos semanas a lo sumo esta criatura estará entre nosotros.
Cuando Pepa llegó a la habitación de Juan y Soledad vio a una Soledad feliz, tejiendo unos patucos para su pequeño. Es cierto que podría utilizar los de Marianita, pero así al menos se entretenía.
Pepa: ¿Se puede? -dijo la partera, apoyada en el quicio de la puerta.
Soledad: Claro, Pepa, pasa.
Pepa: ¿Cómo te encuentras?
Soledad: Cansada, este barrigón va a poder conmigo, menos mal que queda poquito tiempo.
Pepa: Anda, vamos a la cama y levántate las enaguas.
Tras tocarle la tripa y examinarla, la expresión de Pepa era un poema.
Soledad: ¿Qué pasa, Pepa? ¿A qué viene esa cara?
Pepa: A que antes de dos semanas ya serás madre por segunda vez. La barriga está mucho más bajo que esta mañana, así que no me extrañaría nada que en apenas unos días hayas dado a luz.
Soledad: ¿Pero cómo? me dijiste que me quedaban dos semanas...
Pepa: Sí, pero porque me baso en la última vez que sangraste y en la noche de la concepción, tú ya me entiendes, y si vuestra actividad es muy frecuente... pues es posible que no te acordases bien de qué noche fue, y esto puede variar hasta en una semana y media.
Soledad: ¿Estás segura?
Pepa: Dejaré de ser Pepa si yerro en mi diagnóstico. Tú por si acaso termina los patucos cuanto antes. Y bueno, dime, ¿cómo le vas a llamar?
Soledad: No lo tengo muy claro, la verdad. Si es niño me gustaría que se llamase Alejandro como mi abuelo o Diego, que es un nombre que siempre me ha gustado. Y si fuese niña... ese es el que tengo más dudas. Puede que Rosario o Alba, que son nombres que siempre me han gustado. ¿Qué te parecen a ti?
Continuará...
#452

01/09/2011 01:04
Mariana, que ya se encontraba totalmente repuesta, volvió al trabajo aquel día. Faenaba sin descanso, y ya no sólo por el tiempo perdido, sino por la llegada de su nuevo sobrino. Pepa había dicho que en cualquier momento Soledad podía dar a luz, lo cual significaba que tenían que tener toallas siempre disponibles, las hierbas y ungüentos que Pepa les había ordenado, y la canastilla con la ropa del futuro Castañeda.
Por otro lado, en aquella casa cada día había más gente. En un principio sólo estaban Tristán y Pepa y Juan y Soledad, pero luego llegó la doña del destierro y con ella, Raimundo. Por si fuera poco, la señorita Susana vivía con ellos mientras terminaba de ultimar los detalles de su nuevo hogar, aunque a decir verdad, apenas paraba por casa, sólo para dormir y asearse. Y finalmente estaba Don Julio, el padre de Pepa. Por no hablar de los niños, Martín, Mariana y Candela, más el que venía en camino, y los cuatro daban la misma guerra que un regimiento entero.
Estaba fregando los cacharros cuando oyó que alguien bajaba las escaleras. Era Martín, que venía a merendar.
Martín: Buenas tardes, Mariana.
Mariana: Buenas tardes, señorito. ¿Le pongo la merienda?
Martín: No, yo ya soy mayor, así que me la preparo yo. Y cuando mi abuela no esté delante, llámame Martín.
Mariana: (aguantando la risa) Ya sé que usted es mayor, pero me gusta prepararle la merienda. ¿Qué le apetece? Y voy a seguir llamándole de usted, y más ahora, que es usted todo un hombrecito.
Martín: (Va con aire decidido a Mariana, le coge de la mano y la sienta en una silla) Hoy preparo yo la merienda. Cierra los ojos.
Mariana: Aviado va usted si cree que voy a cerrar los ojos mientras usted está por la cocina.
Martín: Jo, Mariana, así no hay manera. Tú cierra los ojos sólo un momento.
Mariana: Está bien, pero sólo un momento.
La muchacha cerró los ojos bastante intrigada, pero la curiosidad no hizo más que aumentar cuando notó que el crío abría sus manos para depositar en ellas un presente. Cuando el niño le dio permiso para abrir los ojos vio que entre sus manos había un pequeño frasco de perfume.
Mariana: Pero señorito... esto es... no se tendría que haber molestado...
Martín: Quería regalarte algo, y madre y yo hicimos este perfume para ti. Madre dice que te vendrá muy bien para cuando tengas náuseas. Si te vienen, te lo acercas a la nariz y se van las náuseas.
Mariana: Muchas gracias, señorito, pero no entiendo el por qué de este regalo. No es mi cumpleaños...
Martín: (algo azorado) Es que... cuando te vi malita me dio miedo... Una vez, sin que nadie me viera fui a verte, y parecías Madr... Angustias la última vez que la vi, y no quería que te pasara lo mismo... Yo sólo quería que supieras que no quiero que te vayas.
La muchacha, al oír la confesión del chiquillo, no pudo hacer otra cosa sino achucharle con todas sus fuerzas y con toda la ternura que tenía en su menudo cuerpo. Quería a ese chiquillo como si fuera de su sangre y daría su vida por él si hiciera falta. Justo antes de dejar de achuchar al crío miró de reojo el frasco de perfume y se entristeció. Era cierto que Pepa se lo había regalado con la intención de que paliara en lo posible las náuseas que aún le producía el pescado en mal estado que tomó, pero ella deseaba con todas sus fuerzas que las náuseas hubiesen sido por un embarazo, pero estaba claro que ese embarazo tardaba en llegar.
Martín: Mariana, mira, he preparado yo solito la merienda, y te la he preparado a ti también. Un vaso de leche y un trozo de bizcocho.
La joven Castañeda miró al crío con asombro. Estaba claro que ya no era tan crío y que pronto sería un hombrecito capaz de hacer feliz a quien fuese.
Continuará...
Por otro lado, en aquella casa cada día había más gente. En un principio sólo estaban Tristán y Pepa y Juan y Soledad, pero luego llegó la doña del destierro y con ella, Raimundo. Por si fuera poco, la señorita Susana vivía con ellos mientras terminaba de ultimar los detalles de su nuevo hogar, aunque a decir verdad, apenas paraba por casa, sólo para dormir y asearse. Y finalmente estaba Don Julio, el padre de Pepa. Por no hablar de los niños, Martín, Mariana y Candela, más el que venía en camino, y los cuatro daban la misma guerra que un regimiento entero.
Estaba fregando los cacharros cuando oyó que alguien bajaba las escaleras. Era Martín, que venía a merendar.
Martín: Buenas tardes, Mariana.
Mariana: Buenas tardes, señorito. ¿Le pongo la merienda?
Martín: No, yo ya soy mayor, así que me la preparo yo. Y cuando mi abuela no esté delante, llámame Martín.
Mariana: (aguantando la risa) Ya sé que usted es mayor, pero me gusta prepararle la merienda. ¿Qué le apetece? Y voy a seguir llamándole de usted, y más ahora, que es usted todo un hombrecito.
Martín: (Va con aire decidido a Mariana, le coge de la mano y la sienta en una silla) Hoy preparo yo la merienda. Cierra los ojos.
Mariana: Aviado va usted si cree que voy a cerrar los ojos mientras usted está por la cocina.
Martín: Jo, Mariana, así no hay manera. Tú cierra los ojos sólo un momento.
Mariana: Está bien, pero sólo un momento.
La muchacha cerró los ojos bastante intrigada, pero la curiosidad no hizo más que aumentar cuando notó que el crío abría sus manos para depositar en ellas un presente. Cuando el niño le dio permiso para abrir los ojos vio que entre sus manos había un pequeño frasco de perfume.
Mariana: Pero señorito... esto es... no se tendría que haber molestado...
Martín: Quería regalarte algo, y madre y yo hicimos este perfume para ti. Madre dice que te vendrá muy bien para cuando tengas náuseas. Si te vienen, te lo acercas a la nariz y se van las náuseas.
Mariana: Muchas gracias, señorito, pero no entiendo el por qué de este regalo. No es mi cumpleaños...
Martín: (algo azorado) Es que... cuando te vi malita me dio miedo... Una vez, sin que nadie me viera fui a verte, y parecías Madr... Angustias la última vez que la vi, y no quería que te pasara lo mismo... Yo sólo quería que supieras que no quiero que te vayas.
La muchacha, al oír la confesión del chiquillo, no pudo hacer otra cosa sino achucharle con todas sus fuerzas y con toda la ternura que tenía en su menudo cuerpo. Quería a ese chiquillo como si fuera de su sangre y daría su vida por él si hiciera falta. Justo antes de dejar de achuchar al crío miró de reojo el frasco de perfume y se entristeció. Era cierto que Pepa se lo había regalado con la intención de que paliara en lo posible las náuseas que aún le producía el pescado en mal estado que tomó, pero ella deseaba con todas sus fuerzas que las náuseas hubiesen sido por un embarazo, pero estaba claro que ese embarazo tardaba en llegar.
Martín: Mariana, mira, he preparado yo solito la merienda, y te la he preparado a ti también. Un vaso de leche y un trozo de bizcocho.
La joven Castañeda miró al crío con asombro. Estaba claro que ya no era tan crío y que pronto sería un hombrecito capaz de hacer feliz a quien fuese.
Continuará...
#453

01/09/2011 01:34
Arte, por Dios mi Martincillooooo..... qué dulce, qué tierno... en eso sale a su padre, al capitán, ja,jaaaa. Se me cae la baba con el niño. PRECIOSO el relato. Gracias una vez más.
#454

01/09/2011 11:55
que mono es martincillo, esta para comérselo es como un mini tristán, ojlá que cuando crezca se parezca a él

#455

01/09/2011 12:46
jajaja yo soy mayor, puedo hacerme la meriendo solo jajaja y la mariana aguantándose la risa, jajajaja que bonito arte, sigue porfisss
#456

01/09/2011 14:01
Es que siento debilidad por ese crío y creo que en la serie no se le da el protagonismo que se merece. Sí, juega mucho con Pepa, o ahora estamos todos pendientes de él porque le ha secuestrado Carlos, pero sigo pensando que con lo bonico que es, le deberían dar más juego.
Y seguimos con la siguiente parte!
**********************************************************************************
Aquella noche Raimundo se había quedado a comer en la casona, como premio a Francisca por haberse portado tan bien, no sólo con Pepa, sino con Mariana. Él había sido el primero en sufrir por su reeducación, pero había merecido la pena. Y ahora, estaba ella tan dormidita, tan dulce, tan angelical. La había amado desde que llevaba pantalones cortos, y a pesar de las muchas tropelías y crímenes que había cometido, la seguía queriendo. Por eso, en su día, no pudo sino comprender a su hijo cuando no cesaba en su empeño de ir tras Virtudes. El amor es tan caprichoso...
Entonces, escuchó una voz.
Doña: Como me sigas mirando así me vas a desgastar. Anda, duérmete, que al gallo todavía le quedan varias horas de sueño.
Raimundo: Mi pequeña, ya sabes que no puedo evitar mirarte. Y es culpa tuya, que algún embrujo me habrás echado para que siga sintiendo adoración por ti después de treinta años...
Doña: Bobadas. Lo que te pasa, amor, es que te haces viejo, y a los viejos os cuesta dormir.
Raimundo: (haciéndose el ofendido) Vaya, pero si ha hablado la juventud en persona.
Doña: Pues sí, yo soy joven de espíritu, y ahora, mi querido y anciano esposo, vamos a dormir.
El tabernero iba a replicarle cuando un grito proveniente de la habitación de al lado les puso los pelos de punta. Doña Francisca, que hace unos segundos tenía sueño, ahora se encontraba totalmente despejada. La pareja de ancianos salió corriendo hacia la habitación de Soledad, que se encontraba sentada en la cama agarrándose el vientre con las dos manos mientras Juan iba a avisar a Pepa.
Al llegar a la habitación de la partera pudo comprobar que ésta ya se encontraba visible y con su maletín en las manos. Al parecer ella también había oído el grito.
Cuando Pepa llegó a la habitación de Soledad tuvo que echar a todo el mundo, pues necesitaba espacio y tranquilidad.
Pepa: Necesito que se quede conmigo una sola persona que caliente el agua, me traiga las toallas y que siga todas mis instrucciones. ¿Quién me ayuda?
Juan: Yo, Pepa. ¿Qué tengo que hacer?
Pepa: Pues lo dicho, vete a la cocina y pon dos perolas con agua a hervir. En uno de ellos echa los instrumentos que hay en mi maletín, los que hay anudados con un cordel. Y también necesito toallas limpias y un frasco que hay en la cocina con un ungüento.
Juan: Al punto.
Pepa: Vamos, Soledad, ya has hecho esto otra vez, así que ahora podrás hacerlo de nuevo. Respira como te enseñé. Venga, coge aire y lo sueltas muy despacio, como si tuvieras miedo de apagar una vela.
Soledad: Me duele mucho, Pepa, me duele mucho...
Pepa: Lo sé, Soledad, pero dentro de unas horas ni te acordarás del dolor cuando tengas a tu criatura en los brazos.
La joven parturienta gritó al sentir como una contracción le atravesaba.
Pepa: Lo siento, Soledad, pero aún tienes que dilatar más.
Juan: Aquí traigo las toallas y los barreños con agua.
Pepa: Gracias, Juan, ahora si quieres puedes quedarte a reconfortar a tu mujer, aún le queda un buen rato y de seguro que te necesita. Venga, Soledad, necesito que cojas aire y respires como ya sabes.
Soledad: No voy a ser capaz...
Pepa: Sí que puedes, ya lo hiciste una vez y lo harás ahora. Yo voy a aplicarte un ungüento para que el parto te sea menos doloroso.
Al cabo de varias horas, cuando al Sol le quedaban apenas unos segundos para dejarse ver en su totalidad, una cansada pero satisfecha Pepa bajó al salón para anunciar el nacimiento de la hija de Soledad.
Doña: Pepa, ¿cómo está mi hija?
Pepa: Exhausta, pero perfectamente.
Tris: ¿Y mi sobrina?
Pepa: Tu sobrina está como una rosa, pero es mejor que les dejéis descansar. Juan está con ellas por si necesitan algo.
Justo en ese momento entraron Rosario y Mariana, que acababan de llegar de sus respectivas casas y se asombraron de ver a tanta gente allí.
Rosario: (Dirigiéndose a Tristán) ¿Qué ha pasado, señor?
Tris: (abrazando a su fiel Rosario) Enhorabuena, abuela. Tienes una nieta preciosa.
Rosario: ¿Y por qué nadie me ha avisado?
Tris: Porque nada podías hacer. Tu hijo Juan ha ayudado a Pepa en todo momento y gracias a su presteza tanto la madre como la niña están en perfecto estado.
Mariana: ¿Podemos pasar a verlas?
Pepa: Será mejor que no. No hace ni una hora que ha parido, es mejor dejarles descansar. Sobre todo a Juan, que es la primera vez que asiste a un parto y le temblaban las piernas. Pero no le digáis que os lo he dicho -dijo riendo la joven partera-
Continuará...
Y seguimos con la siguiente parte!
**********************************************************************************
Aquella noche Raimundo se había quedado a comer en la casona, como premio a Francisca por haberse portado tan bien, no sólo con Pepa, sino con Mariana. Él había sido el primero en sufrir por su reeducación, pero había merecido la pena. Y ahora, estaba ella tan dormidita, tan dulce, tan angelical. La había amado desde que llevaba pantalones cortos, y a pesar de las muchas tropelías y crímenes que había cometido, la seguía queriendo. Por eso, en su día, no pudo sino comprender a su hijo cuando no cesaba en su empeño de ir tras Virtudes. El amor es tan caprichoso...
Entonces, escuchó una voz.
Doña: Como me sigas mirando así me vas a desgastar. Anda, duérmete, que al gallo todavía le quedan varias horas de sueño.
Raimundo: Mi pequeña, ya sabes que no puedo evitar mirarte. Y es culpa tuya, que algún embrujo me habrás echado para que siga sintiendo adoración por ti después de treinta años...
Doña: Bobadas. Lo que te pasa, amor, es que te haces viejo, y a los viejos os cuesta dormir.
Raimundo: (haciéndose el ofendido) Vaya, pero si ha hablado la juventud en persona.
Doña: Pues sí, yo soy joven de espíritu, y ahora, mi querido y anciano esposo, vamos a dormir.
El tabernero iba a replicarle cuando un grito proveniente de la habitación de al lado les puso los pelos de punta. Doña Francisca, que hace unos segundos tenía sueño, ahora se encontraba totalmente despejada. La pareja de ancianos salió corriendo hacia la habitación de Soledad, que se encontraba sentada en la cama agarrándose el vientre con las dos manos mientras Juan iba a avisar a Pepa.
Al llegar a la habitación de la partera pudo comprobar que ésta ya se encontraba visible y con su maletín en las manos. Al parecer ella también había oído el grito.
Cuando Pepa llegó a la habitación de Soledad tuvo que echar a todo el mundo, pues necesitaba espacio y tranquilidad.
Pepa: Necesito que se quede conmigo una sola persona que caliente el agua, me traiga las toallas y que siga todas mis instrucciones. ¿Quién me ayuda?
Juan: Yo, Pepa. ¿Qué tengo que hacer?
Pepa: Pues lo dicho, vete a la cocina y pon dos perolas con agua a hervir. En uno de ellos echa los instrumentos que hay en mi maletín, los que hay anudados con un cordel. Y también necesito toallas limpias y un frasco que hay en la cocina con un ungüento.
Juan: Al punto.
Pepa: Vamos, Soledad, ya has hecho esto otra vez, así que ahora podrás hacerlo de nuevo. Respira como te enseñé. Venga, coge aire y lo sueltas muy despacio, como si tuvieras miedo de apagar una vela.
Soledad: Me duele mucho, Pepa, me duele mucho...
Pepa: Lo sé, Soledad, pero dentro de unas horas ni te acordarás del dolor cuando tengas a tu criatura en los brazos.
La joven parturienta gritó al sentir como una contracción le atravesaba.
Pepa: Lo siento, Soledad, pero aún tienes que dilatar más.
Juan: Aquí traigo las toallas y los barreños con agua.
Pepa: Gracias, Juan, ahora si quieres puedes quedarte a reconfortar a tu mujer, aún le queda un buen rato y de seguro que te necesita. Venga, Soledad, necesito que cojas aire y respires como ya sabes.
Soledad: No voy a ser capaz...
Pepa: Sí que puedes, ya lo hiciste una vez y lo harás ahora. Yo voy a aplicarte un ungüento para que el parto te sea menos doloroso.
Al cabo de varias horas, cuando al Sol le quedaban apenas unos segundos para dejarse ver en su totalidad, una cansada pero satisfecha Pepa bajó al salón para anunciar el nacimiento de la hija de Soledad.
Doña: Pepa, ¿cómo está mi hija?
Pepa: Exhausta, pero perfectamente.
Tris: ¿Y mi sobrina?
Pepa: Tu sobrina está como una rosa, pero es mejor que les dejéis descansar. Juan está con ellas por si necesitan algo.
Justo en ese momento entraron Rosario y Mariana, que acababan de llegar de sus respectivas casas y se asombraron de ver a tanta gente allí.
Rosario: (Dirigiéndose a Tristán) ¿Qué ha pasado, señor?
Tris: (abrazando a su fiel Rosario) Enhorabuena, abuela. Tienes una nieta preciosa.
Rosario: ¿Y por qué nadie me ha avisado?
Tris: Porque nada podías hacer. Tu hijo Juan ha ayudado a Pepa en todo momento y gracias a su presteza tanto la madre como la niña están en perfecto estado.
Mariana: ¿Podemos pasar a verlas?
Pepa: Será mejor que no. No hace ni una hora que ha parido, es mejor dejarles descansar. Sobre todo a Juan, que es la primera vez que asiste a un parto y le temblaban las piernas. Pero no le digáis que os lo he dicho -dijo riendo la joven partera-
Continuará...
#457

01/09/2011 15:16
espectacular...os invito a k visiteis mi historia xic@s
#458

01/09/2011 15:35
Gracias, Sandra, así lo haré.
#459

01/09/2011 15:40
Me encanta arte!! y me encanta k t guste mi historia
#460

02/09/2011 03:09
Todos los amigos de la familia estaban reunidos en la casona, incluidos Emilia y Ramiro, que habían tenido que cerrar la casa de comidas ante la insistencia de Alfonso y Susana.
Una vez que estuvieron todos reunidos, la joven pareja se personó ante ellos con una enorme sonrisa. No hizo falta decir nada, pues todos los allí presentes ya lo intuían. Aún así, les dejaron hablar, más por cortesía que por intriga.
Alfonso: Muchas gracias a todos por venir hasta aquí. Sé lo que a algunos os ha costado, y por eso os agradezco aún más el gesto. Lo que quería. -mira a su prometida- Queríamos deciros, es que ahora que el viento sopla en nuestro favor, tenemos el permiso real y nuestro hogar está por fin terminado hasta al último detalle, queremos invitaros a nuestro enlace el mes que viene. El día dos, para ser más exactos.
Susana: Para mí ya sois mi familia, así que me gustaría pedirle a Tristán que, si no tiene ningún inconveniente, sea mi padrino.
Alfonso: Madre, como no podía ser de otra forma, usted será mi madrina, ¿verdad?
Rosario: La duda ofende, mi bien.
Tris: (acercándose a Susana) Quién me iba a decir a mí hace apenas unos años, que la chiquilla con la que mi hermana y yo pasábamos los veranos, iba a elegirme a mí padrino de su boda. No sabes el honor que supone para mí ser tu padrino, pequeña.
Ramiro: Hermano, ¡a mis brazos! Me alegro mucho por vosotros, pero nosotros hemos de irnos ya, que tenemos el negocio desatendido, y hay que comer.
Emilia: Alfonso, Susana, es una excelente noticia, pero como dice mi marido, hay que comer, y los parroquianos sobre todo, que de seguro que ya está Elías despotricando.
Susana: No importa, ya tendremos tiempo para hablar, concuñada.
Emilia: Es cierto, ahora somos concuñadas. Bueno, pues lo dicho, nos vamos. Ya nos contarás a qué hora es la ceremonia.
Raimundo: Alfonso, Susana, qué alegría más grande. Si alguien se merece ser feliz en el amor, esos sois vosotros.
Doña: Por descontado que yo también me alegro y espero que seáis muy felices en vuestro matrimonio. Ahora, si me disculpáis, voy a ver si mi nieta precisa a su abuela.
Todos quedaron de piedra al ver la apresurada marcha de doña Francisca. Raimundo, al percatarse de que algo le sucedía, fue tras ella, dándole alcance a la entrada del dormitorio.
Raimundo: Mi pequeña... -sus dedos acariciaban su rostro- ¿Qué te sucede?
Doña: ¿A mí? ¿Qué habría de sucederme?
Raimundo: Mi vida, tú eres de natural hosco, pero esta salida ha sido extraña hasta para ti. Además, te conozco y te amo desde que llevaba pantalones cortos, y esos son muchos años. Te conozco mejor que nadie. ¿Me vas a decir qué te ocurre?
Doña: (Ardía en deseos de contárselo, pero su orgullo era más fuerte que ella misma) ¿Estás seguro de que me amas o me conoces tan bien como afirmas?
Raimundo: Yo diría que sí, pero si tú no lo crees, dime en qué he errado.
Doña: Como si no lo supieras, descastado.
Raimundo: Francisca, yo siempre he presumido de ser bastante avispado, pero una cosa es ser avispado y otra muy distinta tener dotes adivinatorias, así que o me dices a las claras lo que te pasa o... Francisca... ¿estás llorando?
Doña: ¡No digas sandeces! ¡Francisca Montenegro nunca llora! Es que la palurda de Mariana no limpia bien, y se me ha metido una mota de polvo en el ojo. Pero no estoy llorando.
Raimundo: Ya... a ver, déjame ver esos ojazos. - Raimundo se acercó aún más a Francisca cogiendo su rostro con sus fuertes pero delicadas manos, mientras que hacía por examinar los ojos de su pequeña- Pues yo no veo nada, mi bien, pero quizá esto -le besa- te alivia.
Doña: Déjate de zarandajas, Raimundo.
Raimundo: Vamos a ver, Francisca, ni soy adivino para saber lo que te ocurre, ni te puedo ayudar si no me lo cuentas.
Doña: Habrás recuperado la vista, pero sigues ciego. ¿Acaso no te das cuenta?
Raimundo: ¿Cuenta de qué? ¡Habla, por Dios!
Doña: Que sólo veo bodas a mi alrededor, y tú, mucho decirme que me quieres, pero pasas más noches en la posada que en mi lecho. Si tanto me quisieras, me harías tu esposa y dormirías todas las noches a mi lado. Ea, ya lo he dicho...
Continuará...
Una vez que estuvieron todos reunidos, la joven pareja se personó ante ellos con una enorme sonrisa. No hizo falta decir nada, pues todos los allí presentes ya lo intuían. Aún así, les dejaron hablar, más por cortesía que por intriga.
Alfonso: Muchas gracias a todos por venir hasta aquí. Sé lo que a algunos os ha costado, y por eso os agradezco aún más el gesto. Lo que quería. -mira a su prometida- Queríamos deciros, es que ahora que el viento sopla en nuestro favor, tenemos el permiso real y nuestro hogar está por fin terminado hasta al último detalle, queremos invitaros a nuestro enlace el mes que viene. El día dos, para ser más exactos.
Susana: Para mí ya sois mi familia, así que me gustaría pedirle a Tristán que, si no tiene ningún inconveniente, sea mi padrino.
Alfonso: Madre, como no podía ser de otra forma, usted será mi madrina, ¿verdad?
Rosario: La duda ofende, mi bien.
Tris: (acercándose a Susana) Quién me iba a decir a mí hace apenas unos años, que la chiquilla con la que mi hermana y yo pasábamos los veranos, iba a elegirme a mí padrino de su boda. No sabes el honor que supone para mí ser tu padrino, pequeña.
Ramiro: Hermano, ¡a mis brazos! Me alegro mucho por vosotros, pero nosotros hemos de irnos ya, que tenemos el negocio desatendido, y hay que comer.
Emilia: Alfonso, Susana, es una excelente noticia, pero como dice mi marido, hay que comer, y los parroquianos sobre todo, que de seguro que ya está Elías despotricando.
Susana: No importa, ya tendremos tiempo para hablar, concuñada.
Emilia: Es cierto, ahora somos concuñadas. Bueno, pues lo dicho, nos vamos. Ya nos contarás a qué hora es la ceremonia.
Raimundo: Alfonso, Susana, qué alegría más grande. Si alguien se merece ser feliz en el amor, esos sois vosotros.
Doña: Por descontado que yo también me alegro y espero que seáis muy felices en vuestro matrimonio. Ahora, si me disculpáis, voy a ver si mi nieta precisa a su abuela.
Todos quedaron de piedra al ver la apresurada marcha de doña Francisca. Raimundo, al percatarse de que algo le sucedía, fue tras ella, dándole alcance a la entrada del dormitorio.
Raimundo: Mi pequeña... -sus dedos acariciaban su rostro- ¿Qué te sucede?
Doña: ¿A mí? ¿Qué habría de sucederme?
Raimundo: Mi vida, tú eres de natural hosco, pero esta salida ha sido extraña hasta para ti. Además, te conozco y te amo desde que llevaba pantalones cortos, y esos son muchos años. Te conozco mejor que nadie. ¿Me vas a decir qué te ocurre?
Doña: (Ardía en deseos de contárselo, pero su orgullo era más fuerte que ella misma) ¿Estás seguro de que me amas o me conoces tan bien como afirmas?
Raimundo: Yo diría que sí, pero si tú no lo crees, dime en qué he errado.
Doña: Como si no lo supieras, descastado.
Raimundo: Francisca, yo siempre he presumido de ser bastante avispado, pero una cosa es ser avispado y otra muy distinta tener dotes adivinatorias, así que o me dices a las claras lo que te pasa o... Francisca... ¿estás llorando?
Doña: ¡No digas sandeces! ¡Francisca Montenegro nunca llora! Es que la palurda de Mariana no limpia bien, y se me ha metido una mota de polvo en el ojo. Pero no estoy llorando.
Raimundo: Ya... a ver, déjame ver esos ojazos. - Raimundo se acercó aún más a Francisca cogiendo su rostro con sus fuertes pero delicadas manos, mientras que hacía por examinar los ojos de su pequeña- Pues yo no veo nada, mi bien, pero quizá esto -le besa- te alivia.
Doña: Déjate de zarandajas, Raimundo.
Raimundo: Vamos a ver, Francisca, ni soy adivino para saber lo que te ocurre, ni te puedo ayudar si no me lo cuentas.
Doña: Habrás recuperado la vista, pero sigues ciego. ¿Acaso no te das cuenta?
Raimundo: ¿Cuenta de qué? ¡Habla, por Dios!
Doña: Que sólo veo bodas a mi alrededor, y tú, mucho decirme que me quieres, pero pasas más noches en la posada que en mi lecho. Si tanto me quisieras, me harías tu esposa y dormirías todas las noches a mi lado. Ea, ya lo he dicho...
Continuará...